En el asiento del avión, terminando unas vacaciones y dejando personas queridas atrás me doy cuenta que las despedidas son una constante. Sea que reconozcamos o no esa repetitividad, ésta ocurre y es importante saber que aferrarnos a la constancia o a la certidumbre solo produce sufrimiento.
Este artículo no pretende cubrir todos los tipos de “despedidas” que el título sugiere, mas bien quiero referirme a las despedidas que debemos empezar a asumir cuando el fin se acerca, el fin de una vida. En muchas ocasiones cuando un familiar sufre de una enfermedad deteriorante, la dinámica de interacción es muy probable que se modifique y con ello, se debe dar paso al duelo…
Los cambios en las relaciones tal como las conocíamos hasta ese momento no pueden seguir igual y esto puede ser doloroso y desconcertante. Junto con la noticia de un diagnóstico pueden venir procesos que parecen interminables: visitas médicas, exámenes, largas horas de espera en la sala de tratamiento y mucha, mucha incertidumbre.
Todas estas circunstancias pueden ser grandes oportunidades de conexión, de aprovechar el tiempo perdido, de compartir lo que se teme, de encontrar nuevas formas de interactuar y encontrar dignidad en el proceso. En casos, el deterioro puede ser silencioso, sin diagnóstico y sin más, sabemos que nuestro ser querido pierde facultades ya sea por su enfermedad o porque se hace mayor. La senilidad nos recuerda que todos tenemos fecha de caducidad y debemos plantearnos que tarde o temprano ocurrirá lo inevitable. Todos estos parecen ser argumentos racionales y sin duda, asumidos por la mayoría.
Pero ¿cuánto dista esta racionalidad en momentos que hay que sufrirlo de primera mano? No perdemos a nuestro ser querido cuando muere, comenzamos a perderle a partir del momento que por su condición de deterioro ya no está disponible para nosotros. Aunque lo dicho suene egoísta, nos duele no tener el mismo tipo de conexión que solíamos tener con ella, nos duele verle sufrir o imaginar que sufre, nos duele verle distante y en su propio mundo inaccesible para los que le rodeamos. Por lo tanto, ese dolor nos pertenece, es nuestro, y es un dolor ensimismado.
Tampoco importa cuán certera sea la muerte ya que nunca estaremos realmente preparados para ella. Y no hablo de nuestra propia muerte sino de la de nuestros allegados. Aun en esa proximidad con la muerte, guardamos esperanza y dudamos de si al final, no seremos nosotros los que partiremos antes que ellos desafiando el curso natural del tiempo.
La idea de enfrentar vacíos nos asusta y nos deja en un estado de vulnerabilidad que solo llega a culminarse con la partida. Una vez ya instalado el dolor es momento de abrazarlo, como si fuera una ocasión única que se nos presenta. Lejos de negar o postergar sentirnos tristes y adoloridos por perder a alguien, debemos aprender a honrar esos momentos de tristeza que se presentan, no tenerle miedo a que la tristeza durará para siempre, no temer mostrarnos tal cual nos sentimos porque cuando le damos lugar a las emociones eso nos fortalece en humanidad.
En lo personal, no me alejo del dolor como tampoco pretendo dejarlo atrás, lo abrazo cada vez que se presenta. Al compartir con mis pacientes en terapia psicológica sobre cómo han vivido sus pérdidas, son ocasiones en los que no pretendo hacer míos sus dolores si no más bien, acompañar. Acompaño con mi propio dolor, reconecto con esas fibras sensibilizadas por la propia experiencia que me permiten sentir con mi paciente.
A veces son más dolorosas las ideas que tenemos sobre dejar ir, sobre la muerte, sobre la soledad o sobre vivir sin las personas que queremos porque realmente no sabemos cómo será, por lo que el reto está en abrirse a las posibilidades que el futuro presente, abrirse a lo nuevo y darle la bienvenida a esas nuevas etapas. Te preguntarás, ¿y eso como se hace? Dicen que el tiempo cura, en realidad con el transcurrir del tiempo debemos ser intencionales con nuestras acciones, intencionalmente buscar los que nos hace bien, lo que nos construye y lo que nos da esperanza.
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