Cualquier niño que padece autismo puede ser tanto fuente de angustia como de plena alegría y, por ello, es de gran relevancia que los padres reciban información y asesoramiento de forma precisa y frecuente. Por el momento, no obstante, la realidad es más bien contraria y aún circulan muchos mitos sobre el autismo. El doctor Edward Shorter, profesor en la Universidad de Toronto y un reconocido historiador de psiquiatría y psicofarmacología, ha expuesto en sus publicaciones los tres mitos sobre el autismo más recurrentes. Analicémoslos:

TEA, siglas válidas para todo

Existe la creencia generalizada de que esta patología deriva de un “espectro” autista: la gradación de una patología que comprende desde el mínimo de gravedad hasta la severidad absoluta. Y no es así. Ciertamente el autismo es un cómputo de distintos desórdenes mentales – con muy poco en común entre ellos – que no pueden limitarse a una única condición gradual común.

El gran ejemplo es la separación entre el Trastorno del Espectro Autista (TEA) y el Síndrome de Asperger. Inicialmente, y aunque hoy en día nos suene ilógico, ambas patologías eran consideradas un TEA. Esta realidad no era más que contraproducente ya que se estaba aplicando el mismo tratamiento a pacientes con autismo, incapaces de desarrollar un lenguaje correcto entre otras cosas, y a pacientes con Asperger, con un vocabulario fluido y mayor retención de información. Ambos trastornos están actualmente bien diferenciados, pero todavía se incluyen por desconocimiento y dentro del TEA muchas patologías que presentan algunas similitudes, como puede ser la alienación personal.

La (falsa) fuerza del intestino

Una de las teorías que corren acerca el autismo es su relación y consecuencia directa con la dieta, el tránsito intestinal o la vacunación. Shorter critica que hay un gran número de dietistas que han descrito que el trastorno autista deriva de el consumo de determinados alimentos con colorantes y aditivos variados, apuntando que estas teorías son “palabrería”. Ante ello, el propio experto argumenta que, ciertamente, el autismo no es tan solo una enfermedad que surge en el cerebro sino que afecta al resto del cuerpo, del mismo modo que otras enfermedades psíquicas pueden afectar al soma – poniendo de ejemplo la melancolía, que tiene una repercusión directa sobre el sistema endocrino, como se ha demostrado. Por esta regla de tres, Shorter afirma que los síntomas intestinales pueden ser un efecto del TEA, sí, pero no una causa.

¿De donde derivan estas ideas? El reconocido psiquiatra apunta que las teorías acerca la ‘autointoxicación’ del estómago rondan desde principios del siglo XX, en un contexto en que la falta de conocimiento llevaba a la teorización. Rápidamente, no obstante, las doctrinas sobre el poder del intestino fueron relegadas de la medicina científica y quedaron únicamente consideradas en los campos de las medicinas alternativas.

Sed de respuestas científicas

La mayoría de individuos aceptan todo asesoramiento y atención a los pacientes autistas que está basado en la fiabilidad del concepto “ciencia”. Las teorías médicas surgen de la nada como la espuma a fin de tranquilizar las demandas desesperadas de padre y madres que quieren saber y quieren resolver sus dudas – la mayoría de ellas sin resolución posible. De modo que nos encontramos ante un contexto de gran difusión de teorías de escaso rigor que terminan girando alrededor de hipótesis dietéticas, una suma de respuestas que tranquilizan la desesperación paterna pero que no brindan solución real.

Mientras tanto, los estudios de rigor – aunque con resultados lentos – se han hecho a un lado. Y, de esta manera, los recursos efectos para el autismo que no responden a un tratamiento concreto pero que se deduce que tienen una gran efectividad, quedan en un segundo término, olvidados, evitando el avance – aunque lento – en los estudios sobre el autismo.

En suma, pues, Edward Shorter concluye que “la epidemia del autismo es un claro ejemplo del diagnóstico de una patología que queda a la deriva en el contexto de una población que, por general, nunca se ha preocupado de la atención médica”. Y así es. Desde principios del XIX, la investigación médica ha quedado al margen en el campo de la psicología y la psiquiatría. En este sentido, cuando cualquier niño mostraba un retraso de desarrollo, el diagnóstico se concluía rápidamente apuntando que era “idiota”, dejándolos a la merced de instituciones con poca vocación psiquiátrica y más similitud prisionera. Puede que con el paso de los años el término “idiota” haya quedado relegado debido a su mala connotación y éste ha derivado hacia términos como “retraso mental” o incluso “autismo”, menos malévolos de oír. No obstante, pero, el desinterés generalizado, tanto por el estudio e investigación, no ha ido por el mismo camino y ha quedado estancado al menosprecio de entonces.

¿Consecuencia? Cualquier carencia en el desarrollo, cualquier síntoma de carente comunicabilidad, cualquier aislamiento individual es categorizado de autismo. “El diagnóstico del autismo se ha convertido en una broma cruel”, expone Shorter. Se insta a los padres y madres a seguir tratamientos de coste elevado, creando en ellos falsas expectativas. ¿Cuándo cambiará la situación? 

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