¿Por qué están quemados los millennials?

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Salud Mental
Lucía Lorenzo
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Todo el mundo ha escuchado el término millennial alguna vez. Hace unos años los millennials se convirtieron en una generación famosa. Coparon los titulares de los medios de comunicación, escribieron libros y produjeron series. Algunos les amaron, otros les parodiaron y, la inmensa mayoría, les criticaron.

Después comenzó la guerra. Los millennials culpaban a la generación de sus padres de haber arruinado la economía y el medioambiente. Sus padres, a los que ellos llamaban despectivamente babyboomers, les echaban en cara ser una generación de cristal, incapaz de enfrentarse a la vida real.

Esto último, sin embargo, no era una crítica infundada. Los integrantes de esta generación, que ahora tienen entre 25 y 40 años, lo admiten. La mayoría conviven con el estrés, la ansiedad y la depresión. Aunque a los más mayores les cueste entenderlo, no es de extrañar que hasta las acciones más cotidianas les supongan un reto insuperable.

¿Dónde está el origen del sufrimiento de los millennials?

Hace un par de años, Anne Helen Peterson publicó un extenso artículo en BuzzFeed en el que, como millennial, explicaba los motivos por los que ella y sus congéneres se habían convertido en una generación quemada.

Su historia comienza con un puñado de historias entrelazadas: primero la de Tim, un joven que prefirió quedarse sin votar antes que enviar un formulario por correo postal; después la de ella misma, incapaz de hacer tareas tan sencillas como contestar un correo electrónico.

Parece absurdo, ¿verdad? Son personas adultas, con trabajo, con estudios y con pareja. Sus vidas tienen (o deberían tener) bases sólidas sobre las que sostenerse. Y, aun así, la ansiedad empaña todo sus logros y les impide dormir tranquilos.

Para explicarlo, Anne Helen Peterson contempla una serie de razones por las que a los millennials hasta las cosas más pequeñas les suponen un mundo:

  • El efecto de las crisis económicas:

Los millennials tuvieron la suerte (o la desgracia) de nacer en una época de crecimiento económico. Sus padres vivían bien, mucho mejor de lo que vivían sus abuelos a esa edad, y trataban de darles la mejor vida posible.

Con la crisis del 2008, el sueño terminó. La burbuja se pinchó y, mientras la franja de mayor edad de esta generación trataba de mantenerse a flote en un mercado laboral en ruinas, los más pequeños tuvieron que enfrentarse a la idea de quizás su futuro no fuese tan brillante como lo habían imaginado.

En este contexto, se vieron obligados a mejorar. Tuvieron que estudiar más, que trabajar más, que prepararse más, que endeudarse más. Todo para poder alcanzar aquel futuro que se habían imaginado y que, sin embargo, muchos aún no han podido disfrutar.

millennials
  • La preparación interminable para llegar a una meta inexistente

Cuando la crisis estalló, la generación de sus padres les vendió una máxima que, con el paso de los años, resultó ser una falacia. Aquellos jóvenes estudiantes, aquellos nuevos parados, se cansaron de escuchar que, si querían conseguir lo que habían tenido sus padres, tenían que ser aún mejores que ellos.

Por suerte, tenían a sus padres guiándoles en el camino hacia la excelencia. Padres que exigían las mejores notas y que, salvando las distancias, hacían que los estudios se convirtiesen en un trabajo a tiempo completo para sus hijos.

De esta actitud se derivaron dos problemas.

En primer lugar, que una vez superada la mayoría de edad, los millennials tuvieron que enfrentarse solos, por primera vez, a un mundo que solo habían visto bajo la sombra de sus mayores.

De aquellos padres demasiado protectores surgieron jóvenes poco funcionales que, de pronto, se dieron cuenta de que los mentores escaseaban en el mundo real.

Pero no solo eso. Además, se dieron cuenta de que les habían engañado. Después de terminar el instituto y la universidad con buenas notas, después de pagar cantidades ingentes de dinero para estudiar el máster o el doctorado, no hubo recompensa.

Sus padres les habían dicho que tenían que esforzarse como los que más para volver a disfrutar de la vida que habían conocido antes de la crisis. Y, tras sacrificar su juventud en pro del esfuerzo, resultó que aquella vida idílica de clase media solo estaba al alcance de unos pocos afortunados.

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  • El impacto de las redes sociales

Pese a no ser nativos digitales, los millennials fueron la primera generación que pudo disfrutar de los avances de la tecnología mientras crecían. Ellos inauguraron Facebook, Tuenti, Twitter e Instagram. Aunque habían vivido sin ellos, los móviles y las redes sociales se convirtieron en una parte fundamental de sus vidas.

Y, al mismo tiempo, se convirtieron en el detonante para el desencanto. «Todos sabemos que lo que vemos en Facebook o Instagram no es «real», pero eso no significa que no nos juzguemos por ello», afirma Anne Helen Peterson en el comentado artículo.

Su reflexión tiene sentido. Mientras sufren por no tener las vidas que tanto anhelaban, las redes sociales les bombardean con vidas idílicas a través de stories de Instagram. No conforme con eso, Internet se ha llenado de discursos cargados de positividad tóxica que les bombardean con mensajes que vienen a decir que el éxito es fruto del trabajo duro.

Ellos, sin embargo, no tienen éxito. Y la frustración crece aún más, porque los post de Facebook les niegan la única certeza de unas vidas llenas de incertidumbre: que han pasado su vida trabajando duro.

  • La conexión constante

Muchos críticos de la generación millennial se quejaban de su adicción a las redes sociales.

Pese a que la crítica tiene algo de cierta, Peterson afirma que no es una adicción que disfruten. Está, en cierto modo, impuesta desde fuera y es otro síntoma más de la crisis económica con la que llevan conviviendo tantos años.

En su interminable búsqueda de estabilidad, los millennials hicieron de Internet una herramienta más de trabajo. En Twitter, LinkedIn e Instagram proyectan su marca personal, con la esperanza de que esta mejore sus perspectivas de trabajo.

El problema es que sus redes sociales profesionales siguen ahí cuando se termina la jornada laboral. Después de 8 horas de trabajo siguen recibiendo correos y notificaciones que les impiden disfrutar de su tiempo libre y empeoran su ansiedad.

En este contexto, comienza a entenderse por qué algunos jóvenes son incapaces de escribir un correo electrónico o de hacer una llamada telefónica. Temen quedarse enganchados, incapaces de disfrutar del poco tiempo libre que les queda y que la sociedad les dice que deberían estar invirtiendo en algo más productivo.

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Sobre Lucía Lorenzo

Periodista especializada en salud mental

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